La tecnología, los hackers y las redes sociales han dominado la política en el último año como nunca antes había ocurrido. Las fake news han estado omnipresentes en todos los análisis electorales, especialmente después de la elección de Donald Trump. De hecho, muchos observadores han atribuido los inesperados resultados de esa votación y del referéndum del Brexit a la influencia de las cámaras de eco ideológicas y a la propaganda apoyada en los algoritmos de Facebook y Google, todo ello impulsado por movimientos organizados como la Alt-Right norteamericana.

Con Hillary Clinton y Barack Obama como principales objetivos, la proliferación de fake news en los feeds de Facebook y Twitter, bajo la apariencia de noticias legítimas, vivió un boom a finales de 2016, durante la campaña norteamericana. Técnicas similares fueron utilizadas meses después en las elecciones presidenciales francesas. El proceso repitió los mismos patrones vistos en EE.UU: después de un hackeo al email de la campaña de Emmanuel Macron, aparecieron todo tipo de acusaciones infundadas, que en el caso del presidente francés iban desde la evasión fiscal hasta el adulterio. Según un estudio de la Universidad de California Sur, el 20% de las cuentas automáticas (bots) que publicaban sobre el tema en redes sociales, estaban distribuyendo material propagandístico contra Macron.

La capacidad para manipular los algoritmos de búsqueda de Google y Facebook, gracias al uso de bots y a la creación de falsas webs informativas, ha cambiado radicalmente el paisaje democrático. Estas cuentas automáticas crean la ilusión de que un contenido es popular y lo impulsan a la mayor cantidad de feeds posible. Sin importar si son ciertas o no, ahogan el debate real y la capacidad crítica del usuario a base de titulares llamativos e información descontextualizada (como fotos y vídeos manipulados) y cuentan con que se haga viral para que la repetición dé apariencia de verosimilitud.

Y las democracias occidentales no han sido el único objetivo de la desinformación. Otra de las polémicas más significativas del año ha situado a Facebook en el ojo del huracán por su papel en la amplificación de la propaganda contra la minoría Rohingyá en Myanmar, en un contexto que muchos observadores están calificando de limpieza étnica. China también ha sido otro de los países donde se han organizado campañas de propaganda online, especialmente contra la presidenta de Taiwán, Tsai Ing-wen, a la que han acusado de perseguir minorías religiosas.

Arma de desinformación

Otro de los rasgos más relevantes es que esta avalancha de fake news surgida en 2017 no es accidental, sino coordinada. Varios estudios muestran que las redes sociales son un nuevo campo de batalla para hacer política de golpes bajos. Concretamente un estudio de la Universidad de Oxford ha apuntado directamente a Rusia, donde alrededor del 45% de las cuentas de Twitter con mayor actividad ha resultado ser bots difundiendo propaganda a favor de los intereses del Kremlin.

Pero no todos los países han caído bajo la influencia de las fake news en 2017. Los investigadores han demostrado que el proceso electoral de estados como Alemania ha podido resistir la irrupción de estos métodos. Ante el temor a la desestabilización online de cara a los comicios de este año, el parlamento propuso e implementó antes del verano leyes que obligan a las redes sociales a asumir la responsabilidad de lo que se publica en sus sitios. La regulación se realizó a pesar de las protestas de las plataformas, que intentaron desmarcarse de su responsabilidad en el proceso.